Estaba seguro de que esta vez funcionaría, que todo saldría según lo planeado. La gloria le esperaba. Y sus antepasados sonreirían orgullosos desde sus lugares de descanso eterno. Por fin, el sueño obsesivo de su familia se cumpliría: volar.
Su tatarabuelo Dédalo, conocido arquitecto y artesano de la época por haber diseñado y construido el Laberinto de Creta en el que finalmente fue confinado con su hijo, su bisabuelo Ícaro, habían estado cerca… pero del sol, lo que acabó derritiendo la cera con la que habían fabricado las alas para escapar de la prisión laberíntica del Minotauro.
Su abuelo Leonardo lo había conseguido…pero solo en la teoría. Los planos eran perfectos, los cálculos exactos, pero en la puesta en escena aparecieron variables imposibles de prever, de medir. El viento una de las veces, la lluvia otra o la falta de pericia o el entusiasmo desmedido de la persona escogida para la prueba, dieron al traste con la, parecía, perfecta preparación.
A él no le iba a suceder. Ni los factores externos (el material se adaptaba), ni una mala elección (lo haría él mismo), le llevarían. al fracaso.
Hizo traer de los bosques tropicales de Ecuador, madera de balsa (la más ligera existente, incluso más que el corcho!), con la que fabricó la estructura de las alas y 764 plumas idénticas dos a dos, que cubrirían cada una de ellas.
Fue un trabajo largo y meticuloso, pero estaba seguro de que merecería la pena.
Una vez terminadas y calibradas concienzudamente, se enfrentaba a un problema: dónde, o mejor, desde dónde se lanzaría para mostrar al mundo su logro?
Su lugar favorito eran las torres de la Castellana de Madrid, por altura y ubicación, que además le darían la repercusión mediática que buscaba, pero llegar con un artefacto de casi dos metros de envergadura a la azotea de uno de los rascacielos, iba a ser complicado!. De pronto, se percató de que la quinta torre, aunque terminada en altura, no estaba en uso, lo que facilitaría el acceso a ella…si! allí sería más fácil llegar!
La hora para consumar con éxito su objetivo, la tenía clara, al amanecer. Eligió meticulosamente el día, un festivo entre semana con unas condiciones de luz y meteorológicas perfectas!.
A través de sus contactos, consiguió información sobre la compañía de seguridad y se enteró de que por la noche tan solo vigilaba una persona.
De esta manera, nuestro héroe, transportando en un remolque alquilado sus alas, y con las rondas del vigilante grabadas en su cabeza, llegó a la torre.
Escondió su vehículo detrás de los camiones de la obra inactivos ese día y se dirigió con cautela hasta el montacargas que estaba en servicio para la subida de materiales.
Cuando llegó arriba, se estremeció. La luz del amanecer de un día claro y limpio de inicios de primavera reflejándose sobre los cristales de las otras torres, el silencio reinante a esa altura y Madrid a sus pies, construían un impresionante decorado, mejor que ninguno de los imaginados tantas y tantas veces.
Así que, sin prisa pero sin pausa, se colocó las alas con la destreza propia de haberlo practicado muchas veces y se acercó al borde del edificio mas libre de obstáculos para su vuelo. Pretendía aterrizar en las obras del Santiago Bernabeu lo que le proporcionaría una notoriedad aún mayor.
En el momento que se lanzó al vacío, oyó el grito del vigilante que irrumpía en la azotea, intentando interceptar su salto. El aire en su cara, el silbido del viento, la sensación de libertad que experimentaba, le impidieron darse cuenta de que tras un primer y corto planeo, se precipitaba inevitablemente hacia el suelo, contra el que se estrellaría momentos después.
Cuando los sanitarios metÍan la camilla en la ambulancia, le escucharon decir: “el problema ha estado en el peso… la próxima vez, volaré sin alas”.
A.