“La tranquilidad es un refugio al que siempre puedes volver»
Anónimo
En medio de un viaje fascinante por el Sudeste Asiático (Tailandia, Laos y Birmania) en la parada obligada en Bangkok para volar a Indonesia, decidimos detener el tiempo durante unos días en uno de los grandes iconos de la hotelería mundial: el Mandarin Oriental.
Más que un hotel, se trata de un símbolo. Un templo del buen gusto, del servicio perfecto y de una tradición que se respira en cada rincón.
Coincidimos en el tiempo con la celebración del año nuevo budista y las calles de la capital eran un hervidero de gente lanzándose agua con todo tipo de artilugios. Es su original forma de dar la bienvenida al nuevo año… a ellos también les parece muy raro que nosotros comamos 12 uvas!
La entrada en el hotel fue impactante. De la vorágine del exterior, pasamos a un mundo de tranquilidad y silencio, adornado con el sonido del agua de una pequeña fuente en la que flotaban flores de loto.
Nos alojamos en una de las legendarias suites dúplex, un espacio que desbordaba carácter y elegancia colonial. Dos pisos donde cada detalle parecía cuidadosamente pensado para rendir homenaje al arte del bienestar. Desde las maderas nobles hasta la seda tailandesa en los textiles, todo transmitía una sensación de armonía y sofisticación. Las vistas al río eran simplemente hipnóticas, especialmente al atardecer, cuando el sol teñía de oro las aguas del Chao Phraya.
Una noche lo cruzamos en una de las embarcaciones privadas del hotel, un refinado long-tail boat de madera oscura para cenar en Sala Rim Naam, el restaurante tailandés tradicional del hotel situado justo enfrente, en la orilla opuesta. Allí, entre farolillos, danzas clásicas y una cocina local elevada a la categoría máxima, vivimos una mágica velada.
Las mañanas eran otro de los momentos del día. Con el río una vez más como decorado natural, los desayunos en el Mandarin Oriental son verdaderos rituales hedonistas. Todo lo imaginable estaba allí: frutas exóticas, dim sum recién hechos, panes artesanos, sushi, platos occidentales, tailandeses, opciones veganas y, por supuesto, una selección de jugos naturales servidos con una sonrisa impecable. El servicio era tan atento, tan exquisitamente coreografiado, que bastaba levantarse un momento para ver cómo al volver te esperaban servilletas nuevas, cubiertos relucientes y un gesto de bienvenida como si entraras por primera vez.
Una tarde decidimos descansar junto a la piscina, rodeada de vegetación tropical, en un oasis de paz que parecía ajeno al bullicio de Bangkok. Allí conocimos a una persona sorprendente. Una mujer elegante, carismática y encantadora, que junto a su hija reposaba con una copa de champán en las mano. No solo nos regaló una conversación deliciosa, sino que nos invitó, junto con su esposo, a cenar en casa del embajador de Tailandia en México (de los que eran muy amigos)… una de esas conexiones improbables que sólo ocurren en lugares del mundo donde las casualidades se cruzan.
El Mandarin Oriental no es sólo un hotel, es un estado mental. Un refugio donde el tiempo se detiene, donde el mundo se redimensiona y donde cada instante se convierte en recuerdo. Para Ana y para mí, fue mucho más que una escala: fue una experiencia que justifican todo un viaje.