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Siendo honesto, cambiaré la primera persona del plural por la del singular: me equivoco.
Tengo que reconocer que la culpa fue única y exclusivamente mía. En mi descargo, he de decir, que en un principio no tenía mala pinta….
Todo surgió tomando una copa de champán en Viena con el gerente español de la cadena de tiendas Haemmerle. Aunque pasamos un poco de frío (enero y Viena…), el momento del burbujeante aperitivo francés en uno de los pocos balcones que dan a la comercial y céntrica Kärntner Straße, fue único!
Sergio Peña, que así se llamaba nuestro anfitrión malagueño, nos hizo unas estupendas recomendaciones gastronómicas y a mi pregunta de posibles visitas, nos comentó que Bratislava, capital de Eslovaquia, se encontraba a una hora de tren. Ni cortos ni perezosos, a las once de la mañana siguiente llegábamos a la capital eslovaca.
Nos dirigimos al punto más visitado de la ciudad, el Castillo de Bratislava. Situado en una colina a orillas de un Danubio nada azul, se trata de una edificación cuadrada, encalada, a la que fuimos incapaces de encontrarle ningún atractivo, y eso que la capa de nieve que cubría el suelo ponía su granito de arena para tratar de embellecer el decorado…
Visto lo visto, y que no había nada más que ver, nos dirigimos al centro histórico de la ciudad. Un par de calles pintorescas y una plaza con poca gracia, fue todo lo que encontramos.
Precisamente en este barrio y escondidos por las callejuelas medievales, nos encontramos con personajes de lo más curioso… fundidos en metal. Y es que Bratislava cuenta con un puñado de estatuas en poses de lo más diverso, que ponen una nota de color en la ciudad desde los años 90, cuando Eslovaquia trataba de sacudirse el gris pasado comunista.
El más popular probablemente sea Čumil, el bonachón trabajador que asoma por una alcantarilla.
Otro personaje es el bello Ignaz, que saluda a las damas levantando su sombrero de copa. Está basado en un personaje real que vivió en Bratislava a principios del siglo XX: un mendigo del que se dice que perdió la cabeza por un amor no correspondido, que siempre vestía un traje impecable y acostumbraba a saludar y regalar flores a las mujeres.
Afortunadamente Ana y su intuición, acertaron una vez más con la elección de un pequeño y coqueto restaurante, donde, tras hacernos entender con dificultad (es complicadísimo encontrar un eslovaco que hable ingles, y obviamente nosotros no hablamos eslovaco!), disfrutamos de una buena comida y de vinos más que correctos. Eso sí, estuvimos solos en el restaurante!
El resto de la ciudad cumplía con el estereotipo de ciudad de Europa del este tras la segunda guerra mundial: gris, anodina y fría, muy fría.
Precisamente por romper la monocromía, nos sorprendió la Iglesia Azul, un edificio modernista de principios del siglo XX, que hubiera pasado desapercibido en otra ciudad.
Visitamos alguno de los puntos que se indicaban como monumentos y lugares de interés (sin encontrarle ninguno), y decidimos volver a Viena cuando aún no eran las cuatro de la tarde.
En la división de Checoslovaquia en los dos países actuales, si hubo reparto de belleza en sus capitales, parece que toda se quedó en Praga…
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