Cala Saona, Formentera, 2:30 de la tarde de cualquier día. Equipados con chanclas y gafas de sol, nos levantamos de nuestras hamacas para recorrer los escasos 100 metros que nos separan del Chiringuito Saona. Tras un último esfuerzo y haber coronado con dignidad el desnivel de los 20 metros finales, nos dirigimos, sin pasar por la pequeña barra, a la parte de atrás del mismo. Unos troncos hacen las veces de mesas (iba a decir improvisadas, pero llevan tantos años allí…) y la barandilla, una roca o a veces, hasta un taburete hacen las veces de él mismo.
Además del propietario, balear donde los haya y que tras varios años yendo, ya nos saluda con un ligero movimiento de mentón (que Ana, haciendo gala de su bondad, interpreta como: ¿qué tal? qué placer veros otro año más!), suele haber dos personas atendiendo, una de ellas repetidora que nos saluda con efusividad.
La realidad es que nunca entramos en el chiringuito; nos vamos directamente a “nuestra” privilegiada atalaya. Pedimos 2 vermuts Yzaguirre y unas aceitunas (vienen en un vaso de plástico) o unas patatas fritas (estas, en cambio, vienen directamente en la bolsa ). De comer, creo que tienen alguna cosa, pero no puedo atestiguarlo, porque no importa. Ni eso, ni las aceitunas en vaso, ni las patatas en bolsa, ni los no taburetes, ni el saludo del propietario…Todo esto, da exactamente igual cuando, dando el primer sorbo a nuestro vaso, miramos ligeramente hacia el horizonte y nuestros ojos se encuentran con el azul, verde y transparente color del mar, al que contemplaremos durante los dos próximos vermuts.
La compañía, no puede ser mejor: entre nuestros pies, unos pequeños lagartos verdes mordisquean alguna miga de patata caída, y justo al final de nuestra mirada, la mágica silueta de Es Vedrá.
¿El resto? Da igual…